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Joder, joder, los papeles bajo el brazo. Mala idea, se me van a mojar los papeles. !Joder la lluvia! tengo que cubrirlos ponerlos a salvo.
Aquí parece el sitio perfecto.
El lugar era perfecto para cualquiera, menos para un escritor de bets sellers: una librería, docenas de personas que se abalanzaron sobre él con su último libro para la firma de rigor. Nunca fallaba a sus seguidores. Fuera dejó de llover, se disculpó mientras salía de espaldas a la puerta firmando los últimos ejemplares.
Pensó que sería buena idea hacer caso a sus allegados, empezar a utilizar el ordenador en vez de la pluma. Nunca se lo planteo, eso para él era incuestionable si no ¿dónde está el romanticismo? Es cierto que la tinta de una buena impresora láser nunca pondría en peligro los escritos por culpa de la lluvia.
Una cerveza por favor —pidió en la barra del restaurante mientras esperaba a su cita.
No puede ser, de nuevo va a llegar tarde, esta mujer no tiene remedio. Cuando llegue lo mismo estoy en coma etílico. Tres interminables meses para poder quedar de nuevo, y como siempre tarde. ¡Mujeres!
Por fin se abrieron las puertas. El personal masculino del local no se contuvo ni un instante. Todas las miradas se centraron como el láser de un francotirador en un solo punto de su escote, para iniciar un tour por su cuerpo de arriba abajo. Al final voy a tener que liarme a hostias con todos estos enchaquetados del «spanish wall street». Gracias a Dios que cuando se acercó a mí se cortaron un poco, excepto esos últimos que le escrutaban el culo y que apartaron la mirada al sentir la mía.
Elisabeth sabía cómo llamar la atención, ese traje negro ceñido hasta impedirle respirar, las medias, los zapatos de tacón de aguja y esa sencillez suya para las joyas, un collar de perlas que resaltaban aún más su cara y esos ojos verdes que me atraparon desde el primer instante. La mujer perfecta.
—Tomas algo —pregunté
—Un gin tonic Tanqueray con dos hielo por favor —el tono de su voz acompañaba su nivel cultural.
Elisabeth había trabajado en el hospital Mount Sinai de New York como cirujano cardiovascular, pero siempre quiso volver a España donde llegó con una plaza de jefa del servicio de Cirugía Torácica del Hospital Central.
Terminamos las bebidas y el metre nos acompañó a la mesa. Dimos el visto bueno al vino y se retiró mientras decidimos el menú.
Me fije que como siempre ella lleva el anillo de casada, por el contrario yo me lo quitaba dejando una absurda marca en el dedo anular.
Ella sabía que él estaba casado pero prefería quitárselo con la idea quizás de sentirse menos infiel.
No sé en qué momento se pudo interesar por mí. Un novelista, de éxito, pero imposible de mantener una conversación medio decente en su círculo de amistades.
La cena transcurrió entre miradas y palabras suaves que aumentó la libido en ambos. Salieron del restaurante pensando cada uno en comerse al otro entre besos y caricias en el hotel de siempre. No tenían claro si saldrían del ascensor totalmente vestidos. El camino se hizo interminable hasta llegar a la recepción pero por fin ya con las llaves llegaron al ascensor, donde se tuvieron que contener porque no estaban solos. ¡Vaya hombre que mala suerte! Los jubilados del chihuahua.
Deslizo mi mano por su falda casi desabrochada bajando entre sus glúteos buscando su sexo. Elisabeth se muerde el labio inferior para reprimir un gemido mirando al techo con los ojos en blanco. Los ancianos ni se inmutan.
Entraron en la suite y no llegaron a la cama cuando ya estaban desnudos. Él tumbado sentía la lengua de ella bajar por su pecho hasta donde el abdomen pierde su nombre, allí se entretuvo un rato, luego los papeles se invirtieron con una rapidez salvaje. La noche pasó como una ráfaga, sin tregua, sin descanso, como la primera vez. Siempre era como la primera vez. El sueño los sorprendió amaneciendo. Al poco sonó el teléfono, era tarde tenían que irse.
El mercedes salió rápidamente del garaje donde lo ella lo dejó la noche anterior, los dos estaban callados. Él dejó caer su mano sobre la pierna de ella y fue subiendo en busca del tesoro que se escondía tras aquella pequeña joya de la lencería. Ella la retiró.
— Estate atento a la carretera, no es momento de distracciones —dijo, no muy convencida.
Cruzaron la ciudad y llegaron a una casa ajardinada, bien cuidada en uno de los mejores barrios de la ciudad. Elisabeth se bajó del coche, él la siguió hasta la puerta como si no temiera que el marido estuviera dentro. De hecho no lo estaba.
Empezó a buscar las llaves en el bolso, cuando de repente la puerta sonó, se estaba abriendo. Seguramente estaría pensando en la excusa perfecta. No se había abierto totalmente cuando salieron dos niños de unos cinco y siete años gritando.
— ¡Papá, mamá un abrazo fuerte! —gritaron a la vez. La niña se aferró al cuello del padre y el pequeño hizo lo propio con la madre.
Tras ellos salieron los abuelos.
—Quedaos a desayunar —dijo el padre de Elizabeth.
—Ya es muy tarde papá, tenemos que ir a casa. Ya sabes, mañana trabajamos —contestó Elizabeth.
—Me lo esperaba, siempre tan ocupados. No sabéis donde tenéis la cabeza ¡Dios mío! —exclamó la madre.
Metió la mano en el bolsillo de la bata y la extendió.
— ¡Anda toma. Ayer tu marido se dejó encima del lavabo la alianza! Será mejor que lo vigiles, eso no es buena señal —le lanzó un guiño al yerno.
—No, no lo es. Un beso mamá, un beso papá.
Él sonrió.