El Tiempo en el que Vivimos

El tiempo en que Vivimos

Damos tantas cosas por hechas que no nos paramos a pensar en ellas, no tenemos un instante para dedicarnos simplemente a pensar en lo maravilloso que es lo que nos está ocurriendo, por ejemplo, en este mismo instante en el que estás leyendo estas palabras que se escribieron en un momento que ya no existe para mí es tu presente mientras lo lees.

En cuanto al tiempo es comparable a la cita de Heráclito «no es posible bañarse dos veces en el mismo río porque todo fluye», el río no es el mismo cuando entras en él. Si lo comparamos cuando salimos, el agua que te moja no es la misma, esa agua ha modificado el fondo arrastrando cantos rodados, de forma imperceptible el fluir del agua ha erosionado la cuenca.

Con el tiempo ocurre lo mismo, el presente no existe es solo el momento en el que un instante se transforma en futuro y al mismo tiempo en pasado, nuestros relojes no marcan la hora exacta porque con solo mirarlo ya hemos avanzado hacia el futuro creando un pasado infinitesimal que se suma al conjunto de acontecimientos que nuestro cerebro registrará como cosa pasada, a la vez esa fracción de tiempo infinitesimal crea el futuro. De esta manera podemos concluir que el futuro tampoco existe, el futuro no es otra cosa que extrapolar acontecimientos pasados que ya conocemos por nuestra experiencia que posiblemente ocurran más adelante.

No es posible bañarse dos veces en el mismo río porque todo fluye

El reloj es simplemente una máquina que mide a qué velocidad viajamos al futuro y construimos el pasado, es imposible que una máquina mida precisamente el presente porque este es el resultado del traslado desde el pasado al futuro. Cuando intentas saber en qué momento del tiempo nos encontramos el reloj solo nos puede dar una apreciación cercana a los que llamamos presente.

Dicen muchos entendidos en física que «la prueba más patente de que es imposible viajar en el tiempo es que aún no nos han visitado nadie del futuro» y es que resulta imposible viajar desde un lugar que no existe, sencillamente porque nuestro viaje aún no nos ha llevado allí.

Sin embargo, la teoría de la relatividad de Albert Einstein confirma que podemos viajar en el tiempo y así lo ratificó Stephen Hawking, pero ese viaje supondría alcanzar velocidades cercanas a la luz, olvidémonos de las máquinas del tiempo del tipo descrito en la novela de George Wells, es necesario alcanzar velocidades próximas o igual a la de la luz por lo que necesariamente debe existir un desplazamiento por el espacio. Mientras que para los viajeros de esa nave el tiempo transcurre más lento para el personal en la Tierra el tiempo fluye más rápido, un día viajando a esas velocidades equivaldría a un año en la Tierra.

¿Podemos saber si algo del pasado puede viajar hasta nuestro presente?, ciertamente si, «mis ojos ven estrellas verdes regalando luz del pasado en el presente»[1]

¿Y viajar al pasado? en ese sentido los científicos tienen claro que, si algún día podemos viajar en el tiempo, solamente lo podríamos hacer al futuro, la imposibilidad de viajar al pasado lo explica Hawking en lo que llama la «Paradoja del científico loco». ¿Qué pasaría si un científico usa el agujero (de gusano) para disparar contra su yo del pasado? Ahora está muerto, pero ¿quién disparó? Es una paradoja, no tiene sentido. El tipo de situación que provoca pesadillas a los físicos. Este tipo de máquina del tiempo violaría una regla fundamental que gobierna el universo entero: las causas suceden antes de los efectos. (ABC Ciencia 11 de mayo de 2010).

Ahora te toca a ti lector decidir si estás leyendo esto en el presente, lo haces mientras viajas al futuro o ya estás en el pasado. Recuerda, al leer dejas el pasado atrás mientras viajas al futuro y el presente no existe: ¿o sí? Tu eliges

[1] Del tema «Explorador Celeste» – Sergio Makaroff

Trazos III

III

La hoja no entraba por el ojo de la cerradura, la caja se reía de él, eso lo enfureció. Para difuminar su ira arrojo la navaja a la estantería frente a él donde quedó clavada, le costó trabajo sacarla del lomo ahora agujereado de aquel libro. Mirándola sobre su mano creyó encontrar la solución. Pulso sobre el adorno y las cuatro cartas fueron desapareciendo en el interior de la madera una tras otra, cuando la última se ocultó la empuñadura se separó dejando al descubierto una pequeña y extraña llave. Sin duda el final a su búsqueda, el acceso a los secretos.

Al introducirla un escalofrió le recorrió todo el cuerpo. La luz de la habitación parpadeo, el viento abrió la ventana echando al aire todos los papeles desordenados en la estancia. La luz se apagó por completo durante varios segundos, al abrir la caja todo el ambiente enrarecido volvió a la normalidad.

El olor a madera nueva que escapó de su interior no contrastaba con la apariencia externa del estuche. Lápices de distintas durezas, colores de acuarelas, pinceles, una regla, gomas de borrar, un sacapuntas, un sinfín de útiles de dibujo. Eso solo en la parte superior, al retirar la primera batea Dani encontró un bloc de dibujo seminuevo debajo. Más tranquilo se acomodó para examinarlo detenidamente. Sobre la mesa estuvo varios segundos indeciso, fascinado por el descubrimiento.

La primera ilustración le maravilló. Un puente de madera en perspectiva desde uno de sus extremos se perdía en la profundidad del paisaje hasta la otra orilla, un río bravo discurría bajo él. En primer plano un paraguas apoyado en la balaustrada, cerrado, solitario, abandonado. ̶ La técnica es perfecta ̶ pensó. En la esquina inferior derecha una fecha “mayo 1945” y las iniciales “A.R.G”

En la siguiente página un bonito parque infantil, con sus columpios, toboganes, un tiovivo con su lona multicolor y un puesto de helados que rompía el horizonte. Un lugar idílico a la vez que triste. La soledad del paisaje se hacía palpable. Su abandono, a pesar de su aspecto impecable, lo hacía resaltar el autor con aquella solitaria bicicleta apoyada en uno de los bancos de listones blancos sobre el que se quedó una solitaria y pequeña canasta de picnic. Un mantel a cuadros extendido en la hierba y una botella de vino abierta junto a dos vasos.

Dani reparó en la firma. No coincidía con la anterior ilustración, su afición al dibujo solo hizo que la rúbrica le confirmará lo que ya sabía.

Así uno tras otro los dibujos compartían un común denominador: los paisajes.

Dani  era más de retratos, paisajes dinámicos y llenos de vida, playas repletas de gente, personas, caras, expresiones. Aunque últimamente se hallaba algo melancólico por el nuevo cambio de vida, lugares, amigos. Los echaba de menos.

Todavía quedaban páginas libres para llenarlas de trazos, descargar su frustración, relajarse por un instante.


La casa nuevamente vacía, desprovista de muebles, de sentimientos, pero llena de dolor, de una pena irreparable.

La familia, o lo que quedaba de ella tenía que volver a mudarse después de cinco años llenos de depresiones, discusiones, antidepresivos e interminables momentos de espera. Los peores momentos  para Vanesa y Alfredo.

Habían pasado cuatro años y medio desde la desaparición de Dani y todavía recordaban aquel maldito día, con el jardín delantero lleno de coches de policía con sus luces intermitentes azules y rojas. Un mes esperando una llamada de los secuestradores, que apareciera el cuerpo de Dani, o se presentara en casa de repente. Un halo de esperanza. El padre dolido pero resignado, la madre rota por la pérdida de su hijo y la incomprensible resignación de su marido. Ella en el fondo esperaba día tras día la vuelta de su hijo.

Los dos abrazados mirando lo que fue el peor hogar de su «feliz» matrimonio dieron media vuelta, cerraron la puerta y se marcharon.

La trampilla que ocultaba el acceso al desván volvió a dejar escapar la luz entre sus rendijas. El interior estaba impecable, recién limpia tal como Dani la dejó. Donde la policía científica no pudo encontrar ninguna pista válida, todo estaba en orden.

En la habitación oculta a todos los ojos ajenos a la adolescencia, el viento removió las hojas del bloc de dibujo. En su última ilustración mostraba una parada de bus con paredes de metacrilato translúcido por el paso del tiempo, lleno de graffittis. La única luz amarillenta de la farola solitaria hacía brillar la parte lateral de una lata de Coca-cola vacía en el suelo. Sobre el asiento,  mojado por el relente se encontraba un viejo bloc de dibujo abierto, lápices, sacapuntas y gomas de borrar sobre él.

Este dibujo final estaba firmado por Dani. Todavía quedaban páginas en blanco.

 

Una canita al aire

pareja en la camablog

Joder, joder, los papeles bajo el brazo. Mala idea, se me van a mojar los papeles. !Joder la lluvia! tengo que cubrirlos ponerlos a salvo.

Aquí parece el sitio perfecto.

El lugar era perfecto para cualquiera, menos para un escritor de bets sellers: una librería, docenas de personas que se abalanzaron sobre él con su último libro para la firma de rigor. Nunca fallaba a sus seguidores. Fuera dejó de llover, se disculpó mientras salía de espaldas a la puerta firmando los últimos ejemplares.

Pensó que sería buena idea hacer caso a sus allegados, empezar a utilizar el ordenador en vez de la pluma. Nunca se lo planteo, eso para él era incuestionable  si no ¿dónde está el romanticismo? Es cierto que la tinta de una buena impresora láser nunca pondría en peligro los escritos por culpa de la lluvia.

Una cerveza por favor —pidió en la barra del restaurante mientras esperaba a su cita.

No puede ser, de nuevo va a llegar tarde, esta mujer no tiene remedio. Cuando llegue lo mismo estoy en coma etílico. Tres interminables meses para poder quedar de nuevo, y como siempre tarde. ¡Mujeres!

Por fin se abrieron las puertas. El personal masculino del local no se contuvo ni un instante. Todas las miradas se centraron como el láser de un francotirador en un solo punto de su escote, para iniciar un tour por su cuerpo de arriba abajo. Al final voy a tener que liarme a hostias con todos estos enchaquetados del «spanish wall street». Gracias a Dios que cuando se acercó a mí se cortaron un poco, excepto esos últimos que le escrutaban el culo y que apartaron la mirada al sentir la mía.

Elisabeth sabía cómo llamar la atención, ese traje negro ceñido hasta impedirle respirar, las medias, los zapatos de tacón de aguja y esa sencillez suya para las joyas, un collar de perlas que resaltaban aún más su cara y esos ojos verdes que me atraparon desde el primer instante. La mujer perfecta.

—Tomas algo —pregunté

—Un gin tonic  Tanqueray con dos hielo por favor —el tono de su voz acompañaba su nivel cultural.

Elisabeth había trabajado en el hospital Mount Sinai de New York como cirujano cardiovascular, pero siempre quiso volver a España donde llegó con una plaza de jefa del servicio de Cirugía Torácica del Hospital Central.

Terminamos las bebidas y el metre nos acompañó a la mesa. Dimos el visto bueno al vino y se retiró mientras decidimos el menú.

Me fije que como siempre ella lleva el anillo de casada, por el contrario yo me lo quitaba dejando una absurda marca en el dedo anular.

Ella sabía que él estaba casado pero prefería quitárselo con la idea quizás de sentirse menos infiel.

No sé en qué momento se pudo interesar por mí. Un novelista, de éxito, pero imposible de mantener una conversación medio decente en su círculo de amistades.

La cena transcurrió entre miradas y palabras suaves que aumentó la libido en ambos. Salieron del restaurante pensando cada uno en comerse al otro entre besos y caricias en el hotel de siempre. No tenían claro si saldrían del ascensor totalmente vestidos. El camino se hizo interminable hasta llegar a la recepción pero por fin ya con las llaves llegaron al ascensor, donde se tuvieron que contener porque no estaban solos. ¡Vaya hombre que mala suerte! Los jubilados del chihuahua.

Deslizo mi mano  por su falda casi desabrochada bajando entre sus glúteos buscando su sexo.  Elisabeth se muerde el labio inferior para reprimir un gemido mirando al techo con los ojos en blanco. Los ancianos ni se inmutan.

Entraron en la suite y no llegaron a la cama cuando ya estaban desnudos. Él tumbado sentía la lengua de ella bajar por su pecho hasta donde el abdomen pierde su nombre, allí se entretuvo un rato, luego los papeles se invirtieron con una rapidez salvaje. La noche pasó como una ráfaga, sin tregua, sin descanso, como la primera vez. Siempre era como la primera vez. El sueño los sorprendió amaneciendo. Al poco sonó el teléfono, era tarde tenían que irse.

El mercedes salió rápidamente del garaje donde lo ella lo dejó la noche anterior, los dos estaban callados. Él dejó caer su mano sobre la pierna de ella y fue subiendo en busca del tesoro que se escondía tras aquella pequeña joya de la lencería. Ella la retiró.

— Estate atento a la carretera, no es momento de distracciones —dijo, no muy convencida.

Cruzaron la ciudad y llegaron a una casa ajardinada, bien cuidada en uno de los mejores barrios de la ciudad. Elisabeth se bajó del coche, él la siguió hasta la puerta como si no temiera que el marido estuviera dentro. De hecho no lo estaba.

Empezó a buscar las llaves en el bolso, cuando de repente la puerta sonó, se estaba abriendo. Seguramente estaría pensando en la excusa perfecta. No se había abierto totalmente cuando salieron dos niños de unos cinco y siete años gritando.

— ¡Papá, mamá un abrazo fuerte! —gritaron a la vez. La niña se aferró al cuello del padre y el pequeño hizo lo propio con la madre.

Tras ellos salieron los abuelos.

—Quedaos a desayunar —dijo el padre de Elizabeth.

—Ya es muy tarde papá, tenemos que ir a casa. Ya sabes, mañana trabajamos —contestó Elizabeth.

—Me lo esperaba, siempre tan ocupados. No sabéis donde tenéis la cabeza ¡Dios mío! —exclamó la madre.

Metió la mano en el bolsillo de la bata y la extendió.

— ¡Anda toma. Ayer tu marido se dejó encima del lavabo la alianza! Será mejor que lo vigiles, eso no es buena señal —le lanzó un guiño al yerno.

—No, no lo es. Un beso mamá, un beso papá.

Él sonrió.