
No sabría decir si era más bonita despierta o dormida, la veía tan frágil cuando descansaba. No existe el mundo más allá de su piel. Ella es mi corazón cuando duerme, mi vida cuando despierta, mi universo cuando me habla y mi infinito cuando me besa.
El mundo se me hace tan pequeñito cuando no está, me siento solo incluso si está en otra habitación, si no oigo sus pasos descalzos por la casa o su canturrear continuo, su risa cuando la sorprendo y la abrazo por la espalda mientras prepara el café o la persigo por el pasillo cuando corre para evitar las cosquillas que siempre acababan en miradas serias, besos húmedos, amor inventados y construidos a medida, nunca era igual.
Ahí estaba yo viendo como la luz tenue de la mañana entraba por la venta e iluminaba la cama, ella estaba allí desnuda medio tapada con esa sabana que ceñía su cuerpo.
Me preparé un café, fumé el primer cigarrillo de la mañana. Al volver a la habitación ella seguía dormida, un ángel, el amor de mi vida. Pensar que ese cuerpo no tiene un centímetro que yo no haya acariciado me hizo sentirme el hombre más afortunado de la Tierra.
Me acerque despacio para no molestarla, la bese en el cuello y le susurre despacito:
– Despierta mi amor, ya amaneció.
Ella abrió los ojos que ilumino toda la estancia y me dijo.
– Déjame un poquito más
– Venga vamos anda, que cada minuto que tenemos hay que aprovecharlo para ser felices
Ella me cogió por la nuca y me metió en la cama, hicimos el amor, nos matamos a besos, a caricias, a mordidas. Cuerpos sudorosos. Olor a sexo, olor a ella. Rompimos las sabanas de agarrarnos para no morir cuando llegábamos al paraíso.
Quedamos extasiados, mi frente sobre la suya abrazados como solo los que se aman saben hacerlo, necesitaba comérmela a besos para darle las gracias, nos levantamos y ella se marchaba a la ducha, se volvió a medio camino se acercó y me susurro al oído.
– Te quiero
Y yo me sentí morir.