Dios o naturaleza de Spinoza

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Toda mi vida he creído que mi relación con Dios era única, rara, de otro lugar y que nadie podía explicar, hasta hoy a los 54 años al conocer a Baruch de Spinoza un filósofo holandés considerado uno de los tres grandes racionalistas de la filosofía del siglo XVII, junto con el francés Descartes. Él definió a Dios como lo siento pero que nunca supe explicar

Este es el Dios o Naturaleza de Spinoza

Si Dios existe nos diría:

«¡Deja ya de estar rezando y dándote golpes en el pecho! Lo que quiero que hagas es que salgas al mundo a disfrutar de tu vida. Quiero que goces, que cantes, que te diviertas y que disfrutes de todo lo que he hecho para ti. ¡Deja ya de ir a esos templos lúgubres, oscuros y fríos que tú mismo construiste y que dices que son mi casa! Mi casa está en las montañas, en los bosques, los ríos, los lagos, las playas. Ahí es en donde vivo y ahí expreso mi amor por ti.

Deja ya de culparme de tu vida miserable; yo nunca te dije que había nada mal en ti o que eras un pecador, o que tu sexualidad fuera algo malo. El sexo es un regalo que te he dado y con el que puedes expresar tu amor, tu éxtasis, tu alegría. Así que no me culpes a mí por todo lo que te han hecho creer.

Deja ya de estar leyendo supuestas escrituras sagradas que nada tienen que ver conmigo. Si no puedes leerme en un amanecer, en un paisaje, en la mirada de tus amigos, en los ojos de tus hijos… ¡No me encontrarás en ningún libro! Confía en mí y deja de pedirme. ¿Me vas a decir a mí como hacer mi trabajo?

Deja de tenerme tanto miedo. Yo no te juzgo, ni te critico, ni me enojo, ni me molesto, ni castigo. Yo soy puro amor. Deja de pedirme perdón, no hay nada que perdonar. Si yo te hice, yo te llené de pasiones, de limitaciones, de placeres, de sentimientos, de necesidades, de incoherencias, de libre albedrío ¿Cómo puedo culparte si respondes a algo que yo puse en ti? ¿Cómo puedo castigarte por ser como eres, si yo soy el que te hice? ¿Crees que podría yo crear un lugar para quemar a todos mis hijos que se porten mal, por el resto de la eternidad? ¿Qué clase de Dios puede hacer eso? Olvídate de cualquier tipo de mandamientos, de cualquier tipo de leyes; esas son artimañas para manipularte, para controlarte, que sólo crean culpa en ti. Respeta a tus semejantes y no hagas lo que no quieras para ti. Lo único que te pido es que pongas atención en tu vida, que tu estado de alerta sea tu guía. Amado mío, esta vida no es una prueba, ni un escalón, ni un paso en el camino, ni un ensayo, ni un preludio hacia el paraíso. Esta vida es lo único que hay aquí y ahora y lo único que necesitas.

Te he hecho absolutamente libre, no hay premios ni castigos, no hay pecados ni virtudes, nadie lleva un marcador, nadie lleva un registro. Eres absolutamente libre para crear en tu vida un cielo o un infierno. No te podría decir si hay algo después de esta vida, pero te puedo dar un consejo. Vive como si no lo hubiera. Como si esta fuera tu única oportunidad de disfrutar, de amar, de existir. Así, si no hay nada, pues habrás disfrutado de la oportunidad que te di. Y si lo hay, ten por seguro que no te voy a preguntar si te portaste bien o mal, te voy a preguntar ¿Te gustó?, ¿Te divertiste? ¿Qué fue lo que más disfrutaste? ¿Qué aprendiste?

Deja de creer en mí; creer es suponer, adivinar, imaginar. Yo no quiero que creas en mí, quiero que me sientas en ti. Quiero que me sientas en ti cuando besas a tu amada, cuando arropas a tu hijita, cuando acaricias a tu perro, cuando te bañas en el mar.

Deja de alabarme, ¿Qué clase de Dios ególatra crees que soy? Me aburre que me alaben, me harta que me agradezcan. ¿Te sientes agradecido? Demuéstralo cuidando de ti, de tu salud, de tus relaciones, del mundo. ¿Te sientes mirado, sobrecogido?

¡Expresa tu alegría! Esa es la forma de alabarme. Deja de complicarte las cosas y de repetir como perico lo que te han enseñado acerca de mí.

Lo único seguro es que estás aquí, que estás vivo, que este mundo está lleno de maravillas. ¿Para qué necesitas más milagros? ¿Para qué tantas explicaciones? No me busques afuera, no me encontrarás. Búscame dentro… ahí estoy, latiendo en ti».

Baruch Spinoza

 

Las Gaviotas

Alojamiento

Ese viento que la acompañó toda su vida al pasear junto el acantilado le golpeaba arrastrando finas gotas de lluvia. Se relajaba paseando tranquilamente lejos de la casa de la colina, esa misma casa a la que ahora mira desde el borde del precipicio.

Las gaviotas revoloteaban a su alrededor atrapadas en la brisa marina y la tenue lluvia, sus manos arrojaban migas de pan y restos de pescado que había sobrado en la comida. Ya oscurecía, pero le impresionaba cada día ver como al ritmo que la noche caía las luces de los candelabros se asomaba a las ventanas del caserón.

Las gaviotas seguían revoloteando, sería el pan y el pescado.

No guardaba muy buenos recuerdos de su vida en aquella casa, esas maderas carcomidas habían sido testigo de muchas vejaciones a las que era sometida por aquel viejo borracho. Marido de conveniencia. A sus 25 años debía soportarlo, aguantar sus babas, el aliento alcohólico y ese olor a orín rancio de su «querido esposo». Sentía nauseas de solo pensarlo. El único momento del día en el que era más o menos feliz transcurría en sus paseos vespertinos que se alargaban hasta que el sol se ocultaba tras el horizonte cediendo el puesto a la Luna que aparecía tras la mansión.

Judith Morgan era una mujer menuda, frágil, de piel cenicienta y ojeras de no dormir. Una mujer amargada a pesar de sus años, no soportaba el destino que sus padres le dieron para poder mantener la casa a costa de la mejor o peor fortuna del viejo adinerado.

La noche cayó fresca, llegó la hora de volver a casa, lanzó lo que quedaba del pan y el pescado por el despeñadero. Mientras caían las gaviotas se los arrebataron a la noche o entre ellas, otros llegaron hasta abajo golpeando las rocas, otros caían al mar y pocos sobre el Señor Morgan. Su cabeza estaba abierta y la sangre transcurría por las hendiduras de las rocas hasta llegar al mar donde se convertía en un hilo de seda rojo que se difuminaba entre la espuma de las olas. Esa tarde Judith no salió a pasear sola.

Las gaviotas revoloteaban sobre él, sería el pan y el pescado. — murmuraba Judith.