Trazos III

III

La hoja no entraba por el ojo de la cerradura, la caja se reía de él, eso lo enfureció. Para difuminar su ira arrojo la navaja a la estantería frente a él donde quedó clavada, le costó trabajo sacarla del lomo ahora agujereado de aquel libro. Mirándola sobre su mano creyó encontrar la solución. Pulso sobre el adorno y las cuatro cartas fueron desapareciendo en el interior de la madera una tras otra, cuando la última se ocultó la empuñadura se separó dejando al descubierto una pequeña y extraña llave. Sin duda el final a su búsqueda, el acceso a los secretos.

Al introducirla un escalofrió le recorrió todo el cuerpo. La luz de la habitación parpadeo, el viento abrió la ventana echando al aire todos los papeles desordenados en la estancia. La luz se apagó por completo durante varios segundos, al abrir la caja todo el ambiente enrarecido volvió a la normalidad.

El olor a madera nueva que escapó de su interior no contrastaba con la apariencia externa del estuche. Lápices de distintas durezas, colores de acuarelas, pinceles, una regla, gomas de borrar, un sacapuntas, un sinfín de útiles de dibujo. Eso solo en la parte superior, al retirar la primera batea Dani encontró un bloc de dibujo seminuevo debajo. Más tranquilo se acomodó para examinarlo detenidamente. Sobre la mesa estuvo varios segundos indeciso, fascinado por el descubrimiento.

La primera ilustración le maravilló. Un puente de madera en perspectiva desde uno de sus extremos se perdía en la profundidad del paisaje hasta la otra orilla, un río bravo discurría bajo él. En primer plano un paraguas apoyado en la balaustrada, cerrado, solitario, abandonado. ̶ La técnica es perfecta ̶ pensó. En la esquina inferior derecha una fecha “mayo 1945” y las iniciales “A.R.G”

En la siguiente página un bonito parque infantil, con sus columpios, toboganes, un tiovivo con su lona multicolor y un puesto de helados que rompía el horizonte. Un lugar idílico a la vez que triste. La soledad del paisaje se hacía palpable. Su abandono, a pesar de su aspecto impecable, lo hacía resaltar el autor con aquella solitaria bicicleta apoyada en uno de los bancos de listones blancos sobre el que se quedó una solitaria y pequeña canasta de picnic. Un mantel a cuadros extendido en la hierba y una botella de vino abierta junto a dos vasos.

Dani reparó en la firma. No coincidía con la anterior ilustración, su afición al dibujo solo hizo que la rúbrica le confirmará lo que ya sabía.

Así uno tras otro los dibujos compartían un común denominador: los paisajes.

Dani  era más de retratos, paisajes dinámicos y llenos de vida, playas repletas de gente, personas, caras, expresiones. Aunque últimamente se hallaba algo melancólico por el nuevo cambio de vida, lugares, amigos. Los echaba de menos.

Todavía quedaban páginas libres para llenarlas de trazos, descargar su frustración, relajarse por un instante.


La casa nuevamente vacía, desprovista de muebles, de sentimientos, pero llena de dolor, de una pena irreparable.

La familia, o lo que quedaba de ella tenía que volver a mudarse después de cinco años llenos de depresiones, discusiones, antidepresivos e interminables momentos de espera. Los peores momentos  para Vanesa y Alfredo.

Habían pasado cuatro años y medio desde la desaparición de Dani y todavía recordaban aquel maldito día, con el jardín delantero lleno de coches de policía con sus luces intermitentes azules y rojas. Un mes esperando una llamada de los secuestradores, que apareciera el cuerpo de Dani, o se presentara en casa de repente. Un halo de esperanza. El padre dolido pero resignado, la madre rota por la pérdida de su hijo y la incomprensible resignación de su marido. Ella en el fondo esperaba día tras día la vuelta de su hijo.

Los dos abrazados mirando lo que fue el peor hogar de su «feliz» matrimonio dieron media vuelta, cerraron la puerta y se marcharon.

La trampilla que ocultaba el acceso al desván volvió a dejar escapar la luz entre sus rendijas. El interior estaba impecable, recién limpia tal como Dani la dejó. Donde la policía científica no pudo encontrar ninguna pista válida, todo estaba en orden.

En la habitación oculta a todos los ojos ajenos a la adolescencia, el viento removió las hojas del bloc de dibujo. En su última ilustración mostraba una parada de bus con paredes de metacrilato translúcido por el paso del tiempo, lleno de graffittis. La única luz amarillenta de la farola solitaria hacía brillar la parte lateral de una lata de Coca-cola vacía en el suelo. Sobre el asiento,  mojado por el relente se encontraba un viejo bloc de dibujo abierto, lápices, sacapuntas y gomas de borrar sobre él.

Este dibujo final estaba firmado por Dani. Todavía quedaban páginas en blanco.

 

Trazos II

II

̶  Dani, levanta  ̶ dijo su madre. Ya era la hora de empezar el día. Para él solo habían pasado minutos desde que se durmió.

̶  Anda levanta que ya queda poco, el desayuno está preparado.

El olor a café que llegaba hasta la habitación, le animó. Tenía hambre.

̶ Mamá, ¿qué te parece si me encargo del desván?  ̶ comentó Daniel.

̶ Papá ¿qué te parece?  ̶ dijo Vanesa.

̶ Perfecto, hoy me encargaré del jardín trasero, si no necesitas que te ayude en otra tarea. Adelante  ̶ contestó Alfredo.

El desván estaba repleto de objetos tapados con sábanas cubiertas de polvo. Vanesa organizaría el mercadillo disfrutando como una niña con un juguete nuevo. Era difícil adivinar que se escondía debajo de los trapos amarillentos, pero no le importaría. Aquellos en condiciones de venta los apartará y el resto para restaurar si merecían ser salvados.

Daniel pasó entre los trastos hasta llegar a la única ventana que tenía la buhardilla. Sería un suicidio remover aquellos paños sin dejar un lugar de fuga a la cantidad de polvo depositado.

Una vieja bicicleta, varios percheros de madera, un sofá que necesitaría un buen tapizado, varias sillas, una mesita redonda… La mayoría solo necesitaba una limpieza a fondo.

Daniel bajó todo al garaje excepto un antiguo escritorio. Las cajoneras sobre las que reposaba el tablero estaban todas vacías. Le costó trabajo abrir el cajón central donde encontró una caja metálica con motivos infantiles. Guardaba una pequeña navaja con el mango de madera adornado por cuatro cartas de la baraja francesa. La metió en su bolsillo y reanudo las tareas de limpieza.

La oscuridad cayó sin apenas darse cuenta, aún era temprano. La tarde amenazaba lluvia y el cielo totalmente encapotado impedía el paso del sol, de pronto empezó a diluviar. El agua resonaba sobre el tejado, de vez en cuando los rayos alumbraban todo el recinto. La luz de uno de ellos dibujó a través del viejo papel pintado un rectángulo en la pared.

Daniel saco la navaja, la hundió por la ranura escondida siguiendo el recorrido que le marcaba, tiró del papel dejando al descubierto un panel que pudo retirar sin mucho esfuerzo. Tras él descubrió una nueva habitación. Entró con recelo, no podía ver nada, no encontraba el interruptor. Cayó un nuevo rayo, en ese breve espacio de tiempo le pareció distinguir una mesa, con un flexo y una librería tras ella, como pudo se aproximó para intentar probar si la pequeña lámpara de mesa funcionaba. Tras unos segundos encontró el cable que siguió hasta dar con la perilla. La luz de la bombilla titubeo hasta que Dani terminó de apretarla.

La estancia, un despacho con las paredes forradas de madera, una lámpara de araña en el techo y muebles antiguos resultaba confortable a pesar del olor a habitación cerrada. No tenía ventilación, solo una pequeña ventana redonda permitía la iluminación natural. Daniel no recordaba haberla visto desde el exterior.

Dani anduvo alrededor de la habitación inspeccionando todo, reparo en una caja forrada de cuero que asomaba tras unos libros mal apilados. Retiró los libros dejándola al descubierto, intentó abrirla de inmediato pero se encontró con la oposición del cerrojo que no había visto. El ojo de la cerradura estaba adornado por una orla metálica con motivos florales y una inscripción que rezaba “La abrirá la mano del muerto”. Quedó sorprendido por aquellas palabras, sorprendido pero a la vez le pareció algo familiar. Después de una hora desistió en adivinar el significado y abandonó el lugar.

Seis de la mañana, Dani saltó como un resorte de la cama. No había dormido bien durante la noche, no paraba de darle vuelta a aquella frase.

Se hizo interminable el tiempo que el PC tardó en cargar el sistema operativo y los programas. Al fin el icono de acceso a internet le abrió la puerta a la red. Cursor al navegador, la ventana de google apareció, introdujo la frase “la mano del muerto”. En menos de un segundo ya tenía los resultados de la búsqueda. Como primera opción encontró una entrada a la Wikipedia que definía la búsqueda:

«la mano del muerto es una jugada del juego de cartas del póquer. Se trata de una doble pareja de ases y ochos, y tradicionalmente es considerada una jugada que da mala suerte.

Origen

El 2 de agosto de 1876, James Butler Hickock, más conocido como «Wild Bill», estaba jugando al póquer cuando un delincuente conocido como Jack McCall se deslizó tras él y le descerrajó un tiro en la nuca. Wild Bill cayó silenciosamente al suelo sin soltar las cartas que atenazaba sus dedos: una doble pareja de ases y ochos, que se conocería desde entonces como la «mano del muerto»».

La imagen de la navaja con aquella incrustación llegó como un flash, fue a buscarla y el tiempo se ralentizó al intentar recordar. Tuvo que rebuscar entre el montón de ropa sucia donde había dejado los pantalones, no tardó en encontrarla. Por fin la tenue luz del monitor le permito ver con claridad dos ases y dos ochos. Doble pareja de ases y ochos. “La mano del muerto”.