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La mejor inversión de mi vida fue aquella casa de tres plantas en un lugar céntrico de la ciudad. En la primera tengo mi trabajo, en la segunda la vivienda y la tercera reservada para mi afición favorita.
La habitación en la que suelo pasar el mayor tiempo nada tiene que ver con los estándares que la mayoría consideran los adecuados. Su ambiente enrarecido, los papeles y libros desordenados sobre la mesa del escritorio vintage, aquel viejo cenicero esmerilado por el paso de los años lleno de ceniza y colillas de varios días. Me gusta observar las volutas de humo de los cigarrillos a medio apagar elevarse hasta desaparecer difuminándose a lo largo del amarillento techo, en otro tiempo blanco. En el cuarto es todo desorden, pero es mi desorden.
Hoy ha sido un día tranquilo en la primera planta, he cerrado antes de tiempo, no es que los clientes se fueran a quejar mucho, ellos nunca lo hacen, son sus familiares con sus estúpidos llantos los que me traen de cabeza. Esas mujeres con la cara llena de pintura de ojos corrida en la mayor de las ocasiones por esas estúpidas y fingidas lágrimas de cocodrilo, lágrimas para quedar bien con la mayoría social. Esta tarde como muchas otras no tenía previsto ningún trabajo extra, pero eso nunca se sabe. La profesión es así.
Llegó el momento de pasar un tiempo en mi «leonera» particular, relajarme antes de dedicar parte de la noche a mi afición favorita. Tengo un trabajo a medio hacer, más tarde le pondré fin para poder empezar otro mañana mismo, tengo que hacer hueco. Estos horarios no es la mejor manera de combatir el insomnio pero tanto tiempo luchando contra él me ha hecho sacarle partido, al fin y al cabo nunca fui de los que suelen hacer lo que su psiquiatra le recomienda, ¡que sabrán ellos!
Llevo como dos horas delante del ordenador, he fumado lo indecible, leído el correo y navegado por las páginas en las que busco la mayor información para mis próximos proyectos. Las dos de la madrugada, buena hora para terminar el trabajo a medias. El ascensor es una buena herramienta, sin él el trabajo sería demasiado para una persona de 54 años aferrado a sus costumbres, sus hábitos descabellados, su trabajo y esta vida de anacoreta ateo. Disfruto mirando mi reflejo en las paredes de acero inoxidable que devuelve mi imagen distorsionada, me muevo de un lado a otro para ver cómo cambia mi reflejo a medida que el ascenso asciende. Por fin se ha detenido en la tercera planta, esta parte de la casa es totalmente diferente de las demás, más parece un quirófano, por su extremada limpieza y orden, que a un anexo a la desordenada y sucia vivienda. En una de sus habitaciones una barra atraviesa la habitación principal de lado a lado, de ella pende una gran bolsa negra que gotea sobre el inmaculado suelo de cerámica. Es la hora de tirar la basura, pero antes debo limpiar esta porquería. El cubo con escurridor y la fregona están preparados solo tengo que recoger y desinfectar este desastre.
Acercó una vieja silla de ruedas a la bolsa que cuelga de la barra. La silla de rueda de su madre le sacó de muchos apuros, no era edad para cargar ese peso. No dejaré que de nuevo se acumule tanta basura —pensaba mientras agarraba la bolsa fuertemente— cuando la bolsa se soltó del gancho tuvo que hacer un esfuerzo para no caerse y dirigir el bulto hacia la silla. La limpieza no duró mucho tiempo, tampoco había salido tanto. Agarro la silla con el bulto y de nuevo se montó en el ascensor.
En la primera planta tuvo que esquivar varios ataúdes de los que estaban expuestos de cara al público, el peso del bulto no le facilitaba la tarea y más de una vez patinó sobre el viscoso líquido que volvía a salir de la debía ser una bolsa hermética. No tardó en entrar en la trastienda, cruzarla y llegar a la incineradora, se detuvo un momento para recuperar el aliento, tiró de la camilla corredera y colocó el bulto sobre ella. Cuando lo empujó hacia el interior algo dentro del paquete se movió. ¿Cómo puede ser?, estoy seguro de haber acabado bien el trabajo; ya es tarde no volveré a subir esta carroña. Cerró la puerta e inició la secuencia de incineración mientras miraba a través del cristal templado como las llamas iban aumentando. De la bolsa medio derretida salió el brazo de una mujer con señales de ataduras en la muñeca, abrió fuertemente los dedos y el calor los fundió con el resto del cuerpo. Ahora ya no llorarás más, hipócrita —Pensó—
Trabajo finalizado, ya va siendo hora de dormir un poco.